Quiénes somos y cómo somos no depende sólo de factores individuales sino sociales. Existen estereotipos – modelos muy simplificados – tanto masculinos como femeninos que pautan cómo “deberíamos” pensar, sentir y actuar mujeres y hombres. Es la llamada “identidad de género”.
El proceso educativo basado en esos modelos es la socialización genérica. ¿Cómo se educaron los hombres que hoy son adultos? ¿Cómo se siguen educando aún hoy los futuros hombres adultos? La identidad masculina se va construyendo a lo largo de la vida a través de la represión o inhibición de las emociones y de la hipertrofia de conductas destinadas al mundo exterior.
El padre, la madre, los abuelos, los maestros y la sociedad toda a través de los medios de comunicación dan al varón estos mensajes: “No llorés, parecés una nenita”, “No seas marica, andá y reventalos”, “Aguantate” (el dolor, el llanto, el miedo, etc.).
Los mensajes no son sólo verbales y explícitos sino que se dan en las formas más sutiles: Un libro de lectura escolar en que aparece un varón piloteando un avión y una niña como azafata, un varón como el jefe y una niña como secretaria también son mensajes y más poderosos por ser absorbidos inconscientemente.
Al varón se le instiga a “hacer” cosas, a que no pierda el tiempo en pavadas porque tiene que centrarse en los logros, los éxitos, acumular dinero, acumular “minas levantadas” (ya se sabe, cuanto más, mejor), “ganar la cuereada”. Es una educación para que conozca y modifique el mundo que empieza más allá de su piel, el mundo de las cosas.
Las fronteras de la piel
El varon entonces quedó dividido. Debajo de su piel atadas con todas las prohibiciones recibidas están sus emociones. Pero no desaparecieron, son un volcán dormido. No sabe muy bien qué siente, no sabe contar lo que le pasa porque no se le permitió aprender y usar el autoconocimiento.
A veces él mismo piensa que hablar de los sentimientos suyos o de los otros son todas tonterías pero se siente mal, vacío o llevando una vida de autómata y no sabe por dónde empezar a contar lo que le ocurre. Jugar con una pelota, con una computadora o con una arma espacial no generan el aprendizaje de relacionarse y cuidar a otros.
Es difícil que una pelota genere un sentimiento de ternura. A las niñas se les dan réplicas de seres vivientes: Muñecas, bebotes, ositos. Una mujer se mueve con naturalidad en el terreno de las emociones y los vínculos. El día que el hombre pierde ese control tan trabajosamente adquirido se asusta: “No sé más quién soy” dice el malevo del tango. Lo que le ocurrre no es parte de su identidad y por eso se desconoce.
La fuerza, la valentía, no tener miedo a pelear o a matar constituyen su identidad conocida y aceptada. En los primeros versos el personaje niega tener sentimientos, no es posible ni aceptable cambiar tanto por los sentimientos hacia una mujer, tiene que ser algo que proviene del exterior (“…qué me has dao”) casi como un gualicho.
Nosotros y los otros
El grupo de referencia, es decir el conjunto de personas del mismo género (amistades, familiares, colegas, etc.) pesan tanto para la mujer como para el hombre. Este grupo apoya o condena -a veces dolorosamente – nuestros actos. El “malevaje extrañado” es inacapaz de comprender el efecto de los sentimientos y no se le escapa al personaje que pierde “cartel”, es un desprestigio no estar en “acción”.
Actualmente una mujer tiene no sólo grupos de referencia sino abundante literatura que la apoya para cambiar la identidad femenina tradicional (sumisión, inseguridad, pasividad, etc.).
El hombre que quiere ser distinto a como “debe ser” salvo por algunos grupos de hombres que recién empiezan a formarse, está huérfano de apoyo.
Hace poco una mujer me relataba cómo su esposo se quejaba amargamente: “Vos tenés tu grupo, podés hablar con ellas pero ¿y yo qué tengo? ¡Todos los tipos que conozco sólo me hablan de fútbol!” Probablemente, este hombre sensible, que no quería renunciar a poder hablar de sus sentimientos encontrase a otros iguales entre sus interlocutores si se les diera libertad de mostrarse sin quedar como “poco hombres”.
Sigue siendo inconcebible que un hombre heterosexual le diga a otro “Me encanta como te queda esa ropa” y ni soñar con decir “Qué bien me siento contigo, puedo hablar de todo” o “Qué lindo estás” o abrazar y besar a un amigo, cosa que las mujeres hacemos con total libertad. A lo sumo podrá decir “Me parecés un buen tipo”, u otra expresión de afecto lo más aséptica posible o “¡Ché qué pinta!, ¿ andan bien tus cositas?” o “¿Tenés joda hoy?”; el dinero y las mujeres son temas de los “permitidos” y denotan “mundo, experiencia y calle”, algo bien masculino.
Los abrazos son con fuertes palmadas en la espalda para evitar toda sospecha. Me alegro cada vez que en la calle presencio cómo dos varones (Que generalmente son muy jóvenes) se permiten saludarse con un beso sin importarles “el qué dirán” que para los hombre también existe.
A veces recibo la consulta de padres acerca de si no deberían empezar a dejar de abrazar y besar al hijo varón porque está entrando en la adolescencia y temen que se “desvíe”.
La idea que subyace a esta pregunta es terrible: La ternura, la expresión de sentimientos no es para los hombres.